Bajo ese término no se alude a la impresionante pluralidad
de prácticas y creencias que regulan la expresión sexual en las distintas
culturas del mundo. Nuestra información sobre las costumbres sexuales de las
demás sociedades es muy limitada, por lo que cuando se habla de diversidad
sexual se hace referencia a prácticas no heterosexuales. Las combinaciones
posibles de relación sexual entre los seres humanos no son tantas: las personas
venimos al mundo en cuerpo de mujer o de hombre, por lo que hay básicamente
tres modalidades de pareja sexual: mujer/hombre, mujer/mujer, hommbre/hombre.
Pese a que cada cultura otorga valor a ciertas prácticas sexuales y denigra a
otras a partir de una determinada concepción de la sexualidad, calificamos de
antinatural lo que desconocemos o lo que nos parece extraño.
¿Por qué el primer tipo de pareja, la heterosexual, ha sido
considerada la relación “natural”? Por su complementareidad reproductiva. Pero
¿es verdaderamente la reproducción de la especie el sentido esencial del acto
sexual? No, sin embargo la tradición cultural judeocristiana occidental planea
la inmoralidad intrínseca del acto sexual: el placer es malo y sólo se redime
la sexualidad si se vuelve un medio para reproducir a la especie. En tal
concepción subyace una creencia: las prácticas sexuales tienen, por sí mismas,
una connotación inmoral “natural”, expiable con culpa y sufrimiento. Además,
por valorar fundamentalmente el aspecto reproductivo, se conceptualiza la
sexualidad como actividad de parejas heterosexuales, donde el coito dirigido a
fundar una familia tiene preeminencia sobre otros arreglos íntimos. Por lo
tanto la sexualidad sin fines reproductivos o fuera del matrimonio, no
heterosexual, no de pareja, es definida como perversa, anormal, enferma, o, simplemente,
moralmente inferior.
Hoy se sabe que no es válido, ética ni científicamente,
fijar un imperativo moral a partir de un supuesto orden “natural”. Lo “natural”
respecto a la conducta humano no existe, a menos que se le otorgue el sentido
de que todo lo que existe, todo lo humano, es natural. El término “natural”
suele encubrir una definición centrada en la propia cultura (etnocéntrica) que
descarta otras sexualidades, estigmatiza ciertas prácticas, porque la
“normalización” de los sujetos, y en algunos casos su represión. Si se insiste
pensar en sexualidad derivada de un orden “natural”, habrá que hacerlo entonces
con el sentido libertario y pluralista de todo lo que existe, vale.
Esa afirmación nos conduce al centro del dilema ético en
relación a la sexualidad: ¿todo vale? Sí y no. Aunque todas las expresiones
sexuales son dignas, también existen formas indignas, forzadas o abusivas.
¿Cómo plantear una ética sexual que reconozca la legitimidad de la gran
diversidad de prácticas sexuales que existen en el amplio espacio social pero
que distinga las manifestaciones negativas? Las recientes transformaciones en
las pautas de ejercicio de la sexualidad están ubicadas dentro del marco de los
derechos sexuales y reproductivos.
Los derechos sexuales y reproductivos son aquellos que
permiten que el ejercicio de la sexualidad deje de estar subordinado a la
finalidad procreativa, y evitan que la reproducción sea caracterizada como una
consecuencia obligada del ejercicio de la sexualidad. Que la sexualidad ya no
esté subordinada a la procreación y que no se vea a la reproducción como una
consecuencia obligada del ejercicio de la sexualidad ha sido posible gracias al
desarrollo de los métodos anticonceptivos. Finalmente en el siglo XX se logra
separar los dos objetivos, y darle un estatuto distinto a la sexualidad humana.
Pero lo que verdaderamente introduce una nueva mirada sobre
las conductas sexuales de los seres humanos es comprender dos cuestiones
fundamentales. La primera es la construcción psíquica en la orientación sexual.
El proceso de estructuración del deseo se da en la primera infancia, ocurre de
manera inconsciente y no pasa por la voluntad. La fuerza sexual, o líbido, es
indiferenciada y se orienta, mediante un complejo proceso, sea hacia las mujeres
o hacia los hombres. Por eso Freud pensaba que los seres humanos son
originalmente bisexuales y que mediante el proceso de crianza nos decantamos
hacia unos u otro sexo.
La segunda es que mujeres y hombres no son un reflejo de la
realidad “natural”. Las personas no existen previamente a las operaciones de la
estructura social, sin que son producidas por las representaciones simbólicas
dentro de formaciones sociales determinadas. Los antropólogos señalan que la
prevalencia de un esquema simbólico dualista, donde la complementareidad
productiva se extrapola y se piensa que los demás aspectos de los seres humanos
también son complementarios. Al simbolizar complementariamente la condición
sexual humana, se produce un sistema normativo que propicia que se vean como
“naturales” disposiciones construidas culturalmente e impone la
heterosexualidad como el modelo. Dicha simbolización “transforma la historia en
naturaleza y la arbitrariedad cultural en natural”, como dice Bourdieu. Las
personas toman por natural un sistema de reglamentaciones, prohibiciones y
opresiones que han sido marcadas y sancionadas por el orden simbólico.
Los seres humanos son el resultado de una estructuración
psíquica, de una producción cultural y de un momento histórico. Por eso, la
manera en que las personas conceptualizan el cuerpo, el sexo y la sexualidad es
de acuerdo a valoraciones subjetivas, culturales e históricas. Con estas
condiciones sociales de producción de la cultura, la relación entre sexualidad
y ética ha ido cambiando históricamente. La sexualidad ha estado imbuida de un
conjunto de aspiraciones y regulaciones políticas, legales y sociales que
inhiben muchas formas de expresión sexual al mismo tiempo que estigmatizan
ciertos deseos y actos. Es prioritario diferenciar entre la sexualidad y los
contenidos simbólicos que les adjudican las personas. Mientras que para unas
personas ciertas prácticas per se ilegítimas para otras es el carácter ético
del intercambio lo que las vuelve legítimas o ilegítimas.
Lo definitorio en relación a si el acto sexual es o no ético
radica no en un determinado uso de los orificios y los órganos corporales sino
en la relación de mutuo acuerdo y de responsabilidad de las personas
involucradas. Así, hoy en día, en la mayoría de las sociedades modernas y
democráticas, cualquier intercambio donde haya verdaderamente autodeterminación
y responsabilidad mutua es ético. Tal vez por eso un valor de suma importancia
es el consentimiento, definido como la facultad que tienen las personas
adultas, con ciertas capacidades mentales y físicas, de decidir su vida sexual.
Por eso en la actualidad, en México, muchas personas
empiezan a expresar su desacuerdo con la visión estrecha de la sexualidad.
Frente al atraso conservador, que invoca una única moral auténtica” para
restringir la sexualidad a sus fines reproductivos, se alza una postura ética
que defiende la posibilidad de una relación sexual placentera, consensuada y
responsable. Como las premisas valorativas de la sexualidad son subjetivas,
culturales e históricas, hay que buscar una valoración ética que se centre en
el carácter del intercambio.
En nuestro país el respeto a la pluralidad, en todas sus
formas, todavía no es una realidad. Las creencias sociales que troquelan la
organización de la vida colectiva estigmatizan lo distinto, lo que se aleja de
la norma. Y como la norma es la relación heterosexual, las personas con un
deseo distinto lo suelen reprimir, esconder o incluso, negar hasta punto de
casarse y trata de vivir como heterosexuales. Son pocas las personas que asumen
abiertamente su deseo distinto. Sin embargo, el orden simbólico no es
inamovible, se ha ido transformando con el tiempo, y lo seguirá haciendo. Así
como se calificaban de antinaturales a las mujeres a principios del s. XIX
querían ir a la universidad, y las que a principios del XX querían votar y ser
votadas, las personas que a principios del siglo XIX se calificaban como
antinaturales son las que quieren tener relaciones sexuales con personas de su
mismo sexo.
Pero el tiempo transforma las creencias. La
internacionalización de la información ayuda inmensamente y México no puede
sustraerse a las tendencias democratizadoras que ocurren en las sociedades
desarrolladas. Los valores sexuales defendibles en la agenda política
democrática son, a nivel internacional, el respeto a la diversidad sexual, el
consentimiento mutuo y la responsabilidad para con la pareja. Si esta pareja
tiene cuerpo de hombre o de mujer es, en todo caso, una cuestión irrelevante.
Lo imprescindible es que haya respeto, consentimiento mutuo y responsabilidad.
La diversidad sexual ahí debe quedar enmarcada.
Defender la diversidad sexual implica defender la vida
democrática de nuestras sociedades. Y como el proyecto democrático, por sí
solo, no genera condiciones para que exista libertad sexual es necesario
impulsar ciertos acuerdos sociales que eduquen contra la homofobia, impidan la
discriminación y fomenten el respeto a la diversidad sexual humana. (Marta
Lamas. Tomado de Letra S número 115, febrero de 2006)
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